Les platicaré una historia que sucedió hace tiempo, una historia que podría pasar por insignificante, pero que por alguna razón se quedó en la memoria de algunas personas que les tocó presenciarla.

Hace años, la Ciudad de Villa de Álvarez, Colima, no era como la conocemos; prácticamente se podría decir que era un pueblo. Un pueblito donde todos se conocían, donde los chismes llegaban muy rápido, pero también, si alguien tenía problemas, la ayuda llegaba enseguida.

Villa de Álvarez o “La Villa” no tenía muchas actividades económicas; las que había eran solo el ganado, la agricultura, la fabricación de ladrillos y, en tiempo de secas, ir a las salinas de Cuyutlán. Las personas se movían de un trabajo a otro, según lo requería la temporada y el empleador.

Una de las personas que andaban de aquí para allá y de allá para acá era el rezandero, apodo que se ganó gracias a que era muy solicitado en los funerales para rezar el rosario. El rezandero también era conocido por ser muy glotón, pero paradójicamente era muy flaco.

Por otra parte, tenemos al suspiros, hombre de mediana edad y de complexión robusta, el cual, cuando no tenía nada que hacer, se pasaba suspirando y suspirando, con una mirada perdida en la nada, o quizás pensando en su próxima comida, su pasatiempo favorito.

Era costumbre que algunos dueños de parcelas y de tierras alimentaran a sus trabajadores que ayudaban a las actividades de siembra y cosecha durante el temporal; no siendo la alimentación del rezandero y del suspiros una excusa.

Tanto al rezandero como al suspiros eran capaces de comerse un plato de frijoles acompañado con más de 20 o 30 tortillas. Nadie nunca pudo entender cómo era que podían comer tanto, prácticamente lo que comerían dos o tres personas.

Un día, el dueño de la parcela donde trabajaban el rezandero y el suspiros convocó a sus peones a una reunión, con el motivo de saber quién ganaría en una competencia de comida entre los antes mencionados. Para esto, prometió llevar al día siguiente carne asada, frijoles y tortillas en abundancia.

El chisme se regó como pólvora en el pequeño pueblo; los maridos platicaban a sus esposas del curioso reto del patrón a sus trabajadores. Esa noche, nadie pudo dormir. Todo el mundo soñaba despierto lo que sucedería ante este evento tan pequeño, pero a la vez tan grande.

No faltó el que hizo su agosto con pequeñas apuestas, que no arrebataban de los 10 a los 50 pesos; amigos también se apostaban entre sí, que una cervecita, un tuxca o alcohol con coca, incluso algunos apostaron hasta el almuerzo, con tal de darle más emoción al evento.

Al amanecer, todo era normal; las mujeres madrugaron para hacerles los desayunos y almuerzos a sus maridos, los cuales se fueron a las parcelas al clarear el alba. La jornada laboral pasó como cualquier otra, pero al llegar el mediodía, el tiempo se volvió lento y silencioso.

Al llegar la hora de comida, el patrón, como lo había prometido, llevó al campo comida en abundancia, solo para resolver de una vez por todas cuál de sus dos peones era el más tragón de La Villa y de sus alrededores, y más allá. Incluso en el tiempo.

Don Vulmaro, como se llamaba el dueño de la parcela donde se iba a desarrollar el evento, desenvolvió de un mantel el esperado manjar, el cual se trataba de varios kilos de una rica carne, tortillas y sus respectivas salsas roja y verde, además de un picoso pico de gallo recién hecho, para el disfrute de los dos gallos del buen comer.

Todo el mundo estaba pasmado ante uno de los más grandes espectáculos ocurridos en el pueblo. Para no distraer a los concursantes, los peones reunidos hablaban con señas o susurros y comían en silencio. Lo único que se escuchaba era el gruñido del rezandero y del suspiros.

Poco a poco se fue acabando la comida, la carne, las salsas, las tortillas y el pico de gallo. Los asistentes sudaban frío, ya que no se veía con claridad quién se llevaría la corona de tan épico suceso, hecho que desanimaba a los espectadores, los cuales no daban crédito de lo que estaba pasando.

Los nervios a flor de piel, las burlas ya se dejaban escuchar de algunos hombres; otros no parpadeaban para no perderse detalle alguno. El patrón, así como los campesinos, estaban petrificados al ver que ninguno de los participantes bajaba el ritmo de la mítica tragazón.

Mientras el rezandero se preparaba más tacos de carne asada, el suspiros se servía más frijoles con pico de gallo. Los dos se bajaban los alimentos con una rica agua de jamaica. Ellos disfrutaban con calma de un manjar que pocas veces habían comido en su vida.

Para sorpresa de todos, la carne asada, las salsas, las tortillas y el pico de gallo se terminaron, sin que ninguno de los rivales hubiera tirado la toalla. El enojo y hasta la desesperanza se dejaban entrever entre el pequeño grupo de espectadores. Un empate técnico podría decirse que ocurrió.

Ya todos se disponían a volver a sus actividades del día, con un gesto molesto en sus rostros al ver que la hazaña había sido un fiasco. Las bolsas y las ollas de la comida las comenzó a recoger el patrón con la ayuda de uno de sus ayudantes; no quedó ni una tortilla partida por la mitad.

Cuando de pronto, sin que nadie se lo imaginara, el suspiros sacó de su morral de tela un recipiente que contenía un camote enmielado, junto con un galón de leche a medio llenar, y se los empezó a comer, con una sabrosura y tranquilidad que solo el suspiros sabía tener.

Por su mente nunca pasó que con esa acción, la cual hizo de manera inconsciente y despreocupada, de comerse su postre que su esposa le mandaba todos los días, lo convertiría en el virtual ganador de uno de los eventos que para muchos podría pasar desapercibido y sin chiste. Pero fue muy relevante para La Villa de esos entonces.

Entre risas y huacos y jiribilla, los presentes felicitaron al suspiros por su gran actuación; fueron días de carrilla y de júbilo los que se vivieron esa faena, y también dio tema de conversación entre las esposas de los campesinos.

El suspiros y el rezandero pasaron a la historia de la comunidad como las personas más glotonas de esos rumbos. Gracias a ese evento, algunos se ganaron su dinerito de las apuestas; otros se ganaron almuerzos, y los más vivos, sus tuxcas para calentar el alma y la carne.

Nota de autoría:

Eduardo Bravo, licenciado en Administración Pública y Ciencias Políticas por la Universidad de Colima. Columnista independiente en diferentes medios de comunicación. Y autor de la columna “El susurro del barrio”.

Como citar:

Bravo, E. (2025, 13 de marzo). Los trabajadores glotones. El susurro del barrio.