Perdónenmelo por esta única ocasión, pero encontré más noticiosamente relevante la desaparición del emblemático restaurante Los Naranjos que la misma detención del narcotraficante La Vaca, quien a su paso dejó ayer una estela de violencia e incendios en la ciudad a los que, tristemente, parece que todo mundo ya se está acostumbrando.
Pero volvamos al restaurante Los Naranjos y digamos, por principio, que las ciudades y sociedades existen también por sus lugares. Sin estos lugares, la memoria sería una tabula rasa, no tendría ni pasado ni podría construir su porvenir. Esos lugares nos dan, además, un sentido de pertenencia, una identidad, nos dicen qué fuimos y, no sólo eso, sino también quiénes somos.
Por eso cuando desaparecen nos dejan tan huérfanos como si perdiéramos a un padre o a una madre.
Colima tiene lugares que son íconos de nuestra historia y por eso uno debe luchar con uñas y dientes para que no desaparezcan. ¿Qué pasaría si un remolque se llevara la estatua de El Rey Colimán con todo y glorieta? ¿Qué sería de nosotros si alguien arrancara de su lugar a la piedra lisa o construyera una esquina más en las siete esquinas? Igual de huérfanos nos quedaríamos si desaparecieran los sopitos o las paletas de la Villa, el pan de Comala, el restorán las Hamacas del mayor, el Pez Vela de Manzanillo, las tortas de la Polar o de El Trébol, la Marina Mercante, el Andador Constitución, e incluso, ahora ya, las esculturas de Gil Garea.
Eso mismo sucede con el restaurante Los Naranjos, cuyos dueños, luego de casi setenta años de existencia, han anunciado su desaparición. No puede mi memoria evitar sentirse medio rota y nauseabunda pues no ha habido un solo día en que, estando en Colima, no recorra la calle Gabino Barreda de norte a sur y de sur a norte y en mi recorrido haga recuento de todas las cosas que me han sostenido en mis momentos aciagos de nostalgia.
Pasar por un costado del antiguo edificio del periódico Ecos de la Costa, hoy casi en ruinas, luego por el IUBA, donde fui mucho tiempo a clases de guitarra y al coro de los Niños Cantores, después por donde fuera el antiguo edificio del periódico Diario de Colima (hoy edificio de mi amada Universidad de Colima) y, finalmente, por el restaurante Los Naranjos, donde fui en muchas ocasiones con mis abuelos y tíos, fue siempre algo revitalizante, una especie de rafagazo para mis extintos años de infancia y juventud, y seguramente para muchos así será.
Estos lugares son patrimonio de nuestra entidad y debería de haber un tipo de Institución Encargada de Evitar Acabar con la Educación Sentimental de la Época.
Si al Sena lo cubrieran de cemento o derribaran la torre Eiffel, Paría ya no sería París, sino cualquier otra cosa. Si quitaran el Puente San Carlos, Praga ya no sería Praga, sino cualquier otra cosa. Si derrumbaran el Coliseo, Roma ya no sería Roma, sino cualquier otra cosa. Si quitaran el Ángel de la Independencia o los tacos de canasta junto al zócalo o incluso el Sanborns de los azulejos, ¿qué sería de la Ciudad de México?. Imaginemos un Colima, entonces, sin las tortas de El Trébol o la Polar, sin el Hotel Ceballos, sin el Charco de la Higuera, sin los tacos de la Juárez, sin las paletas de la Villa, sin Los Naranjos Campestre, sin las esculturas de Gil Garea y en poco tiempo sin los murales de Hazel Covarrubias, ¿qué sería de nosotros? ¿no serían nuestros mismos rostros como una pintura que se empezaría a diluir de su propio lienzo hasta también desaparecer? Alguien haga algo, por favor. Yo que no tengo más que palabras en mi cuerpo y en mi alma, las entrego todas aquí para evitar que las crisis por las que atravesamos acaben de un plumazo con toda nuestra memoria.