Fue noticia internacional y no han sido pocos los medios de comunicación que a nivel nacional la difundieron: Colima es la ciudad más violenta del mundo. El número de homicidios por 100 mil habitantes es escandaloso y ha superado, incluso, a nuestra imaginación.
Hace no muchos años nos jactábamos de tener a la ciudad más pacífica del país, ahora no podemos creer que sea la más violenta del mundo. Según el Ranking de las 50 ciudades más violentas del mundo que realiza cada año el Consejo para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, Colima registró una tasa de 181,94 homicidios por cada 100.000 habitantes, la tercera más alta desde 2009, cuando empezó a realizarse esta medición.
Las últimas tres víctimas fue un joven de 16 años, un jugador de futbol americano (estudiante de mercadotecnia en la Universidad de Colima) y un doctor del Instituto Estatal de Cancerología, pero en este momento seguramente están asesinando a otro más y a otro.
La violencia en nuestra entidad está imparable y en lo que va de febrero ya debe sobrepasarse el centenar de homicidios dolosos. Desde hace algún tiempo (y de manera intermitente) he vendio insistiendo en la importancia de atender este tema desde los diferentes niveles de gobierno, principalmente el federal, para quien la estrategia de envío de cientos de militares (350), cientos de marinos (350) y cientos de miembros de la guardia nacional (600) no parece haber tenido ningún efecto positivo.
¿De qué ha servido, entonces, su presencia? Pareciera que su presenci ha sido clave para el aumento de la violencia. Si a esto agregamos que la autoridad estatal y las municipales han sido desde hace ya muchos años rebasadas por el flagelo de la violencia, entonces no debería extrañarnos que la violencia haya alcanzado estos niveles escandalosos.
Aunque la gobernadora Indira Vizcaíno ha tratado de tranquilizar a la población explicando que esta violencia se debe al enfrentamiento de por lo menos dos grupo criminales, lo cierto es que el río revuelto en que se ha convertido la espiral de homicidios ya ha ingresado en la sociedad civil y hecho serios estragos en la misma.
Las autoridades, pues, están obligadas a dar, de manera urgente, una respuesta contundente a esta problemática, pues de lo contrario no podrán quitarse de encima el velo de la complicidad.
Ante estos resultados, no se podrá negar ahora que el mayor reto que enfrenta el Estado es el de devolverle a la población la paz perdida, y para ello tendrán -en serio- que implementar una nueva estrategia (en la que se involucren de lleno los gobiernos municipales también) que empiece a revertir la ola violenta que vivimos los colimenses.
Ser omisos en esto tendrá un costo excesivo para el desarrollo y bienestar en general de nuestra entidad, ya de por sí azotada en los últimos años por desastres naturales y pandemias.