Como muchos ya lo saben, soy abogado también de profesión. Estudié (con pasión, sí) en la Facultad de Derecho de la Universidad de Colima y llegué a trabajar un buen puñado de años en el Ministerio Público, primero, y en el Supremo Tribunal de Justicia, después. Pese a que me ganó el amor por la poesía de César Vallejo y Jaime Sabines, disfruté la carrera e hice grandes amigos.
Era una clase variada y plural, con toda tipo de compañeros, algunos de clases más privilegiadas que otros, pero nunca resentimos la distancia entre unos y otros, fuimos un grupo compacto y unido, una pequeña comunidad de entrañables.
Ahí conocí a José Rosalío Celestino Carrillo, un compañero que venía de Tecomán y que, como algunos otros, hacían un esfuerzo considerable por mantener a flote sus estudios. No en pocas ocasiones, por ejemplo, mi buen compañero Chalío, como le decíamos de cariño, recorrió a pie el trayecto que va desde el campus central de la Universidad de Colima (donde antes estaba alojada la Facultad de Derecho) a la Terminal de Autobuses de los Rojos, en el otro extremo de la ciudad, quizá porque no lograba acabalar los suficiente para el transporte completo a Tecomán.
Cuando una noche me detuve para invitarlo a subir a mi viejo Vocho rojo (yo lo podría llevar con gusto a la Terminal), mi compañero Chalío negó con la cabeza no por descortesía sino porque le daba pena molestar a los demás. De ese tamaño era su dignidad.
No sé cuándo entró a trabajar al Poder Judicial, pero me acabo de enterar de que su trayectoria dentro del mismo le ha valido ser nombrado juez en materia civil, familiar y mercantil en Tecomán, región en la que todavía es reconocido como un excelente alumno y un brillante profesor de matemáticas. Ya en nuestra Facultad era admirado por su genuina letra, su pulcritud en la forma de relacionarse con los demás y la fortaleza de hierro de su portafolios azul, que le duró toda la carrera sin siquiera una raspadita.
Pero yo, de entre todas estas cosas, lo que le reconozco a ese muchacho que pasó de vender plátanos fritos en las festividades eclesiásticas a reconocido juez es que nunca, pese a los momentos difíciles que le impuso la vida, bajó la cabeza al caminar. Siempre caminó con paso rápido y espalda recta y no hubo tropiezo u obstáculo que le impidiera llegar al destino que iba atisbando siempre con su portafolios azul.
Lo único que quiero decir con esto es que el nombre de José Rosalío Celestino Carrillo significa esfuerzo y perseverancia, y su vida (la vida que ha llevado hasta ahora) es un ejemplo para más de alguno, incluido yo mismo. Por lo demás, su nombramiento es un acierto y prueba de que las carreras judiciales hacen justicia a quienes han contribuido con empeño a la institución.
Felicito desde aquí a mi ex compañero de Facultad y espero que este nuevo nombramiento no sea más que el inicio de una carrera todavía más brillante dentro del poder judicial.